Me acuerdo de un viaje que hice a Madrid un viernes de madrugada. Era muy tarde, llevaba veinte horas sin dormir, empezaba a hacer frío y la carretera seguía en obras. Mientras conducía pensé que me estaba jugando la vida. Volví de Madrid dos días después, satisfecha por el viaje, todavía cansada, sin duchar, con ojeras y enamorada hasta las trancas.
De vuelta a casa supe que en ese viaje sí me había jugado la vida. Nadie subió la apuesta.
Me acuerdo del plato de salmón a la plancha que comimos en la primera planta de un número impar de la calle de la G., 28011, Madrid, hace ahora 19 días, y de las patatas cocidas de guarnición, y de las diferentes salsas con las que las acompañábamos, y de la disposición de los muebles, y del vaso de coca-cola medio lleno ya casi sin gas, y del cenicero lleno de colillas junto al mando a distancia de una tele que, aunque encendida, no estábamos viendo. Y de entre todos los complementos circunstanciales de aquel momento, me acuerdo sobre todo del de compañía.
Me acuerdo de ponerme la tela sobrante de las cortinas del salón a modo de capa y dar saltos en la terraza esperando alzar el vuelo, porque pensaba que aquello que soñabas por las noches por el día se hacía realidad.
Me acuerdo del verano en el que cumplí cuatro años: comía muchos plátanos y echaba la siesta sobre dos sillas de esparto en el jardín de mi abuela. Ella me tapaba con una toalla de baño. Me despertaba sudando y oliendo a lilas.
Me acuerdo de aquel chico que pagó 250€ por una noche en la suite de un hotel para poder llevarme a la cama. Me acuerdo de sus promesas de amor eterno y de sus lágrimas al decirle que no le creía. También me acuerdo de lo poco que tardó en olvidar tanta promesa.
Me acuerdo del Verano en que una familia de gitanos se instaló junto a las vías. Me hice amigo de Marcos y su hermana, que apenas hablaba. Recuerdo cuando ella me dijo algo en portugués y Marcos tradujo: "tienes unos ojos preciosos". Dos semanas después en el lugar de la autocaravana había un rectángulo vacío, claro, perfecto, que no necesitó traducciones.
Me acuerdo de la vez en que caí de bruces por la escalera de mi abuela. Era un aspersor de sangre que mi padre se afanaba en secar mientras corría por todo el hospital dejando un reguero rojo allí donde pasaba. Recuerdo que no sentí dolor cuando las agujas se recrearon en el subir y bajar por la carne. Mi obsesión era recuperar la sangre, reandar el camino lamiendo cada gota de aquel rastro que moría cuajando lejos de mi, pudriéndose lentamente en aquel suelo de terrazo barato. Regresamos por otro pasillo, y yo no dije nada.
Me acuerdo de los castigos del colegio. Me acuerdo que una vez, mientras esperábamos que llegara la profesora, los dos graciosos de turno llenaron la pizarra con dibujos de tetas, culos y penes. La profesora llamó a la directora, y ésta nos hizo copiar en nuestros cuadernos toda la "obra" una y otra vez hasta que alguien se declarara culpable.
Me acuerdo de mis primeras excursiones al cine acompañado de mi tío más joven. Recuerdo vagamente el cine Imperio de Toledo, el gallinero que frecuentábamos y las tretas para que un niño como yo se librase de pagar. También me acuerdo del rumor general de que en sus últimos días cerró ya infestado de ratas.
Me acuerdo de la necesidad que tenía de estar con ella aquel primer verano y cómo la distancia hizo que suplicase inocentemente al conductor del autobús para que alojase mi bici en sus entrañas durante cien kilómetros, que el resto los haré pedaleando no te preocupes. Y cómo al llegar pasé una hora vigilando la tienda y adivinando el parentesco que tendría con cada uno de ellos, su padre, sí, su abuela, también, mientras ellos pensaban que se trataba de un ciclista de paso por el pueblo. Y como al final tuve que ir a la piscina a nadar porque ella no estaba.
Me acuerdo de aquel día que, sentada en el suelo frente a una lavadora (marca Saivod, modelo Veleta) y junto a un cubo de basura que apestaba a cerveza y tabaco, yo decidí mi futuro.
Me acuerdo de aquello de " te voy a lavar la boca con jabón". Un día lo probé, tras un "¡joder!" y ahora, cada vez que jodo me llega un regusto a fairy.
Me acuerdo de las bromas telefónicas que de pequeños maquinábamos mi amigo C. y yo. Recuerdo especialmente aquélla que le gastamos a J.L. y prácticamente a toda su familia. Consistió en un falso concurso donde debía adivinar el nombre de una melodía sencillísima de la película “El rey león”. Ningún miembro familiar dudó de que todo aquello fuera real, de que una semana después recibirían el aviso de recogida de su premio en las oficinas de Correos. También recuerdo como si fuera ayer la merecida broma que recibió B. de nuestra parte. B. era el niño más chulo y popular de la clase. Alardeaba de haber perdido la virginidad en una época en la que podía engañarnos fácilmente porque lo desconocíamos todo. El escenario preferido de sus fantasmales imaginaciones eran las dunas de Torrevieja. Sus encuentros sexuales se repitieron año tras año y la arena en su eterno chándal Adidas así lo atestiguaba. No recuerdo el nombre de la chica, tan sólo que siempre iba precedido de un artículo: la “Fulanita”. Nuestras infantiles voces confundían a la madre de B. y la línea se cortaba. Debía suponer que la paga no alcanzaba para una llamada nacional a su hijo. B. se quedó con las ganas de oírnos imitar a su amor de verano. Lo peor era fingir y tragarnos la risa al día siguiente. En sus narices.
Me acuerdo de cuando la expresión "te amo" me parecía barroca, pretenciosa y anacrónica. Entonces aún no había aprendido que sólo significa "quiero follar contigo esta noche."
Me acuerdo de cuando creía en el Ratocinto Pérez, en las sirenas, en dios, en la fidelidad, en un futuro prometedor con adosado, jardín y barbacoa, y en el amor para toda la vida.
Me acuerdo de cuando las bicicletas eran para el verano, y éramos capaces de pasar toda la tarde dando vueltas con los colegas fuera de casa. ¡Y sin móvil!
Me acuerdo del primer beso en los labios que dí/recibí. Recuerdo que era verano y que nos refugiamos en un portal: mis compañeros de clase querían presenciar aquel acontecimiento y habían seguido nuestros pasos. Recuerdo que fue rápido, torpe, superficial, vacilante... y que me supo a gloria.
Me acuerdo de cómo me sentía única y distinta a los trece años, qué sé yo; que jamás iba a morir, ni a padecer ninguna enfermedad, que no crecería jamás...Hasta que un día, después de comer fui al baño y comprobé con mi sangre la maldita vulgaridad de mi vientre.
Me acuerdo de que uno de mis mejores amigos en el colegio me enseñó por primera vez las canciones del que sería mi grupo de música favorito. Recuerdo además que con él aprendí una melodía que pasaba el día cantando, con sonido de moflete incluido, y que hace pocos días identifiqué como "Lollipop" de The Chordettes. Me acuerdo también de que fuimos los primeros chicos del colegio en afeitarnos, en el último curso, aún sin tener un pelo en la cara: queríamos unas buenas patillas y las queríamos ya.
Me acuerdo de la primera calada que le di a un cigarro -cuando se llamaban "pitis" y se compraban sueltos en el kiosko del Torreón-, escondida en los soportales de mis ingenuos 12 años. Me acuerdo de que fingí que me daba tos porque pensé que era lo que tenía que hacer. En realidad, ni siquiera me tragué el humo (dudo de que incluso llegara a inspirar algo.) Cuando llegué a casa se lo conté a mi madre para poder dormir mejor.