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Me acuerdo de un viaje que hice a Madrid un viernes de madrugada. Era muy tarde, llevaba veinte horas sin dormir, empezaba a hacer frío y la carretera seguía en obras. Mientras conducía pensé que me estaba jugando la vida. Volví de Madrid dos días después, satisfecha por el viaje, todavía cansada, sin duchar, con ojeras y enamorada hasta las trancas.
De vuelta a casa supe que en ese viaje sí me había jugado la vida. Nadie subió la apuesta.